domingo, 8 de mayo de 2016







     “Por anchura y altura, nada de feura, y si hermosura, como, vivo y me divierto a costillas consanguíneas, de vez en cuando ajenas, pero amigables”,  esta vaina mía es natural porque nace en el vientre materno, y sigue en mi niñez, adolescencia y etapa otoñal (aunque estoy lejos de estos últimos metros de vida, pero lo analizo a pura punta de miranda. Eso vale, pues); merma un poco en la edad madura, con el matrimonio, con la independencia, y eso que visitamos la casa de vez en cuando. De manera que no olvidamos estar recostados en las enaguas y driles del hogar. Pero no se trata de verlo desde ese punto de vista; claro, esto no se puede eliminar, lo mío es una ramificación, hablo en el sentido personal: soy una persona que tengo por cualidad beber licor sin meterme las manos a las popelinas. Esto lo digo sin pena, sin conchudez, porque lo vivo con sinceridad y apasionamiento. Ahora, esta cualidad mía, positiva por afectos, negativa por otras mirandas, que no se miran ellos mismos, quiero recrearla en este momento a través de una serie de explicaciones secuenciales, que se dan, por lo regular los fines de semana, desde que me tomé el primer trago (no preciso cuando), lo hacemos los viernes y sábados, sin descartar los domingos y un extra: los lunes, pero el día fijo, es el sábado, llueva, truene, relampagueé, tiemble, nos citamos en el bailadero de siempre o café favorito, claro que primero en el parque, que es la oficina principal para planear nuestras aventuras. Cuando cambiamos los sitios acostumbrados, y por puro vacilón, nos vamos para donde “las chicas de vestidos de paraguas”, y beba como loco. Nunca he oído un no o indirecta por parte de la galladita. Otros, en cambio, que debieran de dedicarse a lo suyo, que no están metidos en la tropa de nosotros, se echan bendiciones, polemizo con ellos, a veces me tiran bronca, disimulados, no sólo con palabras sino con visajes; Allá ellos si sufren. No es problema mío. Bueno, nuestra galladita está compuesta por siete mompitas. Nos hemos espigados juntos desde pantalones cortos, cargaderas, tenis Croydon o zapatos grulla, no sólo en la cuadra sino en la primaria, y lo que llevamos del bachillerato. Todos tenemos buenos apellidos y plata en las popelinas, pero el más ricachón y amplio es Bernabé que siempre nos recuerda: Nos vemos como siempre, y es cuando mi boca reseca empieza a navegar en un río de anís o cebada, luego, me coloco las manos en la cara, ahí no más por fregar. Guardate tu pena, me dice Bernabé. Ah, sí lo dices, pues ni modo. No atajo la corriente ni por el berraco. Llévame la contrariedad, y verás que te quedás mamando, me dice. Huy, uno hacer el papel de ternero, es cruel, maluco, y parte el alma. Ahora te vas a poner romántico, dijo Bernabé. No es para tanto, dije, sentimental me pongo cuando ya tengo bastante traguitos en la cabeza, no sólo eso, que tal los chistes que hago, que hasta ustedes se rascan las güevas de las carcajadas, y cuando canto, sin ser la voz de Alfredo Sadel, y toco la guitarra, sin ser las deditos de Paco de Lucía. Eso sí es de película, dice Bernabé, sonriente.
     Ya tomando sendero directo en lo mío, debo decir que vengo de una familia campesina como todos mis mompitas, que abrió montes, sembró semillas (por supuesto, yo cogí café, eché azadón), gracias a ese trabajo integral, infatigable, mi familia se hizo dueña de cien cuadras de café y propiedades en el pueblo. Nuestro apellido goza de respeto e influencia en el estamento social. Mis padres colaboran con cuanta actividad surja, y las que se inventen: San Vicente de Paúl, la Fiesta de la Virgen del Carmen… Yo no me meto la mano a los bolsillos, al fin y al cabo lo hacen mis viejos, formo parte de ellos. Mis padres me adelantaron parte de mi herencia, pues soy único hijo, me tocó una casa, gozo de su arriendo, también administro su negocio de compra de café, y me entiendo de los quehaceres de la finca. Esta cualidad de apretar el biyuyo no sé a quién heredé. He averiguado mi árbol genealógico, no encuentro ningún familiar con mi pinta. Los que más se acercan la despintan no del todo, gastan pero con medida. Agrego, a toda esta gama de vainas mías, doy la impresión que mis popelinas mantienen más vacías que tolvas de peladoras cuando la roya invadió las frutas de café. Otra cosa, no soy casado ni tampoco capado. Esto es una ventaja. Hoy cuesta mucho levantar una familia, pero abrigo la esperanza de hacerlo algún día. Lo mío es un paradigma en todo sentido, lo de mi mompita Bernabé, el resto de la galladita, son carrolocos, abiertos. No tienen penuria para gastar. Yo no cago en falda por no ver rodar el bollo. Son manera de vivir diferentes. Ellos no sólo funcionan en este aspecto sino en sus ideas, visajes, vizajes, en sus caminados, hablados. Claro, yo no ahorro en bromas, alegrías… Algo tengo de ellos. Pero eso sí, soy un financista de tiempo completo, lo digo como todo un perito en economía. Mis mompitas alaban mi actitud: Por eso te admiramos, Flaco. Les respondo: caminen los invito para que me inviten, antes de que se avinagren los tinteros, y mejor las copas dobles. Se oye, en un solo coro, un salpicón de carcajadas alcahueteras.
     Referente a lo que digo, por pura casualidad o coincidencia, en este rato, camino ansioso porque quedé de encontrarme en el parque las Palmeras con mi mompita Bernabé. Cuando llegué, él me estaba esperando en un banco. Bajamos una cuadra. Pensamos echar rumbo donde “las chicas de vestidos de paraguas”, pero cancelamos la idea. Era extraño que estuviéramos los dos nomás. Sería por lo que era jueves. Tal vez el resto de mompitas vendría después. En todo caso era una excepción. Dimos con una cantina que nunca habíamos visitado. Era un espacio discreto, pequeño, sin repellar, con olor barato.  Estaba medio vacío. En un rincón, por casualidad, había cuatro mompitas de charlas esporádicas, y compañeros de colegio, de otros grados. Quihubos, nos dijeron cuando hicimos traquear los asientos. A mí me miraron con ciertos ojos burlescos. Bernabé pidió dos aguardientes. Te volviste abstemio, le dije con cierta ironía. Sonrió. Mentiras, me dijo. Don,  por favor, tráigame una caneca, le gritó moderadamente al cantinero cuando se estaba arrimando al bar. Le solicitamos también que pusiera la aguja sin parar en el tocadiscos, las pastas de los Cuyos; el trío América, Hugo Romaní, Fernando Albuerne y tangos por montón A propósito de la música, ella  es un imán. Sin ella para qué alzar el codo... De un momento a otro, Bernabé se paró como un resorte, y me dijo, esperame un Flaco, me urge visitar el alcalde, y también encimarle una meada, vainas que tengo atrasadas; en todo caso, estas urgencias fisiológicas ni por el berraco no se las niego ni a mi novia.    
     Llamé al cantinero. Le pedí dos amargas  como pasante. Con Bernabé la movida era cantina abierta. Le dije que si quería tomarse una. Respondió no. Un mompita, de los que estaban sentados en la otra mesa, en un rincón, se arrimó de repente, sin llamarlo. Flaco, me puedo sentar, me dijo. Claro, Mauri, bien pueda, ni porque estuviéramos bravos, pues, respondí ¿Cómo le va?, preguntó. Pues ahí llevándola, porque apenas estoy tomando impulso con los aguardienticos. Cuando lleve varios, me voy a sentir  entonadito de verdad. Eso si no lo dudo ni por el carajo, respondió Mauri con cierta vaina. Con sorpresa, como si algo le estorbara desde hace tiempos, empezó el discurso embriagado de un espíritu cáustico: Eres un caso típico del goterero. Me quedé tranquilo. Tal vez pensó que le iba a revirar. Y siguió como en un formato de psicólogo venenoso: Si me dejas te voy a hacer una retrato tuyo. Fresco, Mauri, te doy vía libre. Bueno, te digo que tenés un cogote con buen desagüe para beber gratis. Te canaleas hasta los cunchos de Bavaria. ! Qué barbaridad, Barbarita! Te sentás en la mesa, tráiler de borracho en enjalma, y beba Genoveva, chupe Guadalupe, alzo el codo, me lo tomo todo,  el piche Caliche seguro que te lo conejeas también. Y si hay verano, te hacés el semidormido, cabeceando a cada ratico, con tino, morrongo, descuelgas uno de tus dedos (por lo regular el índice, que hace el oficio de catador o medidor, no importa que estuviera mocho) en el vaso, por si lo han llenado. Si sigue el verano, aguantas con la esencia de la paciencia. Cuando llega la tanda o la botella, ahí mismo te despabilas, te rencauchas. Pendejo no eres. Ni siquiera pegaste ni un brinco del taburete, cuando sonó la famosa pasta que estuvo de moda por mucho tiempo en Burila (ahora, de vez en cuando suena), la hacían rodar en el café donde estabas, no sólo a ti si no a los de tu gremio,  por remedio, por fregar nomás. Claro, para ti era lo mismo que sonara o no. No te pusiste ni del color de una iguana ni colorado, cuando un amigo, con el ánimo de sacarte de casillas, sentado en otra mesa, se levantó (como en este caso), te insinuó: ¡Ánima foránea del bolsillo, cuándo vas a pedir la canasta de agrias o la canequita! ¡Cuándo es el milagrito! ¡Upa! ¡Yooo…!, exclamabas como todo un artista, simulando con cantidad de visajes, devolvías los signos de admiración con risa recochera e incluso, volteabas a mirar a otro que estaba por ahí mal parqueado, de ñapa lo señalabas con un gesto en los labios… Hay que destacar que el gremio de los gotereros estuvo bien arrinconado por varios meses, no se asomaban ni siquiera a la esquina o tribuna, cada vez que sonaba la pasta tocada por Bedoya, recuerdo un trocito:
     Hombre estoy viendo una cosa que en este pueblo no se puede tomar cerveza porque hay mucho goterero, se lo pasan los domingos recorriendo, no se les escapa tienda, cantina ni graneros…
     Me acuerdo que avinagrado el boom musical de esta pasta, los gotereros volvieron de nuevo a su oficio con mayores ganas. En tu caso, hiciste caso omiso a este hecho, por el contrario te levantabas de la mesa, empezabas a remedar la pasta con mucho honor, sin pena e incluso, la cantabas mejor que el original, hasta en bolero, ranchero, ñuco. ¡Vaya, eres todo un cacharro! ¡Qué bárbaro, Flaco! Pero te pasó un cacharro maluco. El caso fue que te invitaron a una tomata (Acordate que estaba presente con mis mompitas en otra mesa) te cargaron para sentarte porque no querías, haciéndote el rogado, te dejaste tentar, caíste no en la tomada de copas sino en la tomada de pelo. La patraña fue que antes de solicitar la botella, el recolector de la plata (que nunca pone su parte, y si queda algo, se la embolsilla o dice que esa es su parte) pidió a cada uno la cuota. Quedaste como el ternero. El mundo se te volvió un cerco sin portillo por la pillada a boquejarro, a pesar que tenías plata. Claro, reaccionaste ipso facto. Menso no eres. Asumiste el papel del vividor del pueblo, diciendo: Aguarden que ya vuelvo. Saliste tortuga por fuera, y creo que chupaflor por dentro, teniendo como marco musical murmullos,  risas y broncas. Vaya, la gente es lista. En todo caso, este vacilón sirvió para difundir un remedio de película para asustar las mañas de los gotereros, para darles un escarmiento, aunque fuera por un rato nomás. Claro, algunos asimilaron, pero otros…, vos seguiste fresco (Acentuó su puya). Sí, aunque sos un poco exagerado, dije, esa fue una nota queque meme papasó, por el hehechizo del tratrago (hice el papel de gago por un tris). A veces pierde uno la cordura. En todo caso, mompita, no hay como mi galladita, no otra. Cada uno con su cuento y fiesta. Es por eso que la mía la quiero tanto, por eso me pego tanto. Buen, Flaco, contigo no hay caso. No, no, Mauri, es tu punto de vista, lo respeto, no faltaría más que te hiciera cambiar de opinión, pero lo que sí quiero dejarte en claro, es que los aguardientosques no me los gastás vos. Y si así fuera, pues tendrías razón, te pediría que me gastaras otro. Además quiero decirte que me gusta que no hayas venido con indirectas, que las vainas las digas de frente. Pues lo mío lo hago cara a cara. Sin esconderme. Estamos de acuerdo, ¿no? Como ñapa, te aconsejo, que dejes de echar tanta miranda en lo mío, eso a mí no me acompleja, te tomés tus aguardienticos dobles, tranquilito, cantadito, charladito, sabrosito. Esa es la gracia de estos ratos de bohemias.  Quien sabe, balbució Mauri.  Se paró. Bueno, Flaco, nos vemos, Otro día echamos labia. Bueno, Mauri, nos vemos. Apenas vi que se alejaba, pensé: Me echó indirectas, pero lo paré de una, y con diplomacia. Creo que no  vuelve a joderme. Así me voy quitando de encima a mis  críticos, poco a poco, sin que les duela mucho, o les enseño  que esto es algo muy mío. ¡Qué cosa!, ¿no? Sufre más el velón que el dueño de la olla. Me tomé un doble de una sola. Me sentí mejor.
     En ese instante, volvió mi mompita Bernabé cerrándose todavía la bragueta. ¡Eh, Ave María, casi que no suelta el pajarito y la moñiga! Pues Flaco, cuando me meto al excusado, me amaño tanto, que cambio el concepto de las cosas, ¿sabes? Fabrico castillos con los olores, cambio el país, lo achiquito, para que mis ideas no se vayan muy lejos, lo agrando, para que viajen sin agentes de tránsito ninguno, pienso en mi futuro desde mi presente, sin haber arreglado el pasado, y para que hablar del futuro, dijo Bernabé. Después agregó: A usted no le pasa lo mismo. Nada de eso, mompita. Voy a lo que voy. Bastante tengo con pujar y ponerme colorado. Bueno, cada uno con sus gustos. Y que novedad hubo en mi ausencia, preguntó Bernabé. Pues que te digo, bueno, tuve la visita improvisada de Mauri. Vaya, qué quería. No, simplemente tirar carreta venenosa. Te bautizó de nuevo con la bronca. Pues sí, el mismo tango de fin de semana. Antes lo hacía con visajes, ahora lo tiró con palabras. Bueno, ese es oficio de muchos, dijo Bernabé. No hay que poner cuidado. Dejá que la gente hable. Si vos  ponés oreja y ojo, morís tirándole piedras a la luna. Llegará un día que se mamen de echar tanta carreta. No, no tengo problemas. Vos sabés como soy. Lo que me llama la atención es que se preocupen tanto por mí. Me extraña araña, vos que sos tan frescolín. Esa no es la vaina. ¿Cuál es?, preguntó Bernabé. Qué voy a hacer con tanta fama. Ah, era eso, pues hacete el pendejo o andar con la testa erguida. Pues sí, La próxima vez que vengan con el cuentico, pues les voy a dar  autógrafos, pero antes me tienen que dar un tintero. Ay, no jodás, Flaco, vos sí sos la cagada. Carcajadas.
     Entre música, copas, anécdotas, carcajadas, bebimos la primera caneca. Vea, mompita, dije, ojo, va a venir el supervisor de mesas y pedidos, y nos va a llamar la atención. Ahí mismo, sin lástima, pidió la otra caneca. Después de un buen rato, el efecto de los tragos inició sus concebidos estragos alucinantes, antes de lo presupuestado. Habíamos tomado casi de seguido, como si estuviéramos en un concurso. En los inicios de la enlagunada, mi mompita Bernabé, le dio por tírame la siguiente perlita, ahí como por fregar nomás: Vea, Flaco. Sí. Sin incomodarte, ahí por puro paro, por qué no una noche de estas, hacés el simulacro de comprar una canequita. ¡Vaya, qué bicho te picó!, exclamé. No, nada, te lo estoy diciendo sin doble sentido. Es algo informal. Vos me conocés. Bueno, primero, deja tus indirectas diplomáticas; segundo, lo natural, no lo puede cambiar el ser humano, sólo Dios. De manera pues que foqueado, pero bueno, para demostrarte que no soy intransigente, un sábado de estos lo hago. Será un esfuerzo único, temo por tamaña hernia. Si llega ese día, dijo mi mompita, habrá fiesta, le pagare al “Negro” Macana  que tire voladores a diestra y siniestra. Tal vez la fiesta va hacer las tristezas de mis bolsillos. Ellos están acostumbrados a que el biyuyo esté cerquita, oliéndolo, acariciándolo. Risotadas. Bueno pues, mientras llega esa fiesta, hice un atajito en el tema, por qué no pedís la otra caneca, mira que estamos en los cunchos. Huy, todavía hay un cuarto, y como estamos de ladeados, no vamos a terminarlo. Vos ya estás todo chapeto, yo, solo, tomando, me voy a parecer a un despechado del amor, como si tuviera una tusa de padre y madre, dijo Bernabé. Pues sí, eso sí es cierto. Entonces coroteame para mi rancho. Mi materia gris empieza a dar vueltas. Eso es sensato de tu parte, dijo Bernabé. Lástima Flaco que tu lado flaco sea emborracharte con el olor. Sí, es cierto, pero te cuento, cuando era chico, bogaba licor como caballo tomando aguamiel después de una galopada la berraca... Bueno, hay algo favorable, te resulto barato. No tenés que gastar un montón. Es una ventaja bien aventajada, ¿no cree? Lo de  gastar es lo de menos, es secundario, no hay que nombrarlo. Lo bueno es pasar un rato festivo. Eso sí es así, dije en forma muy afirmativa. Bernabé, como siempre, pagó la cuenta, enchuspó el cuarto de caneca que quedaba en un bolsillo de atrás del su bluyín americano. Me paré penoso. Mi mompita me agarró de la mano. El cantinero ayudó hasta la puerta. Nuestros mompitas criticones, silenciosos, ya se habían ido.
     En el inicio de la calle, alargó su mano derecha por mi cintura, me apoyé en sus omóplatos. Al compás de pasos guasquiladeados, le enfatizaba, beodo, vea, de aquí en adelante, mientras llegamos a casa, te voy a diseñar tu propio retrato. Ya camellaste el mío, ahora voy con la tuyo. Muy bien, respondió Bernabé, pero no hay tiempo. El sábado expones tus vainas en presencia de la galladita, y así formarás un tertuliadero al calor de las copas, de pronto, por ahí derecho, nos das la sorpresa de meterte las manos en las popelinas para pagar, ¿te parece? Pues a mí no me parece, ¿y quién dijo eso? Se te olvidó, hacete el güevón, y verás. Bueno, vaya, hoy te corriste con malicia indígena para tu hoja de vida, pero el sábado no me darás melo. Lo juro, repetí como disco rayado, sin mesura, besando, baboso, una cruz mal hecha con mis dedos. Te fuiste por otro atajo, pero camina que todavía quedan unas cuadras, dijo Bernabé. Aceptó sin más cacaraqueos mis vainas balbucientes.
     En el andar desgualetado de los dos, afirmaba en mis adentros anisados, todos somos gorreros (Lo mío no era algo singular aunque lo fuera para otros), no sólo hago referencia al licor sino en otras situaciones de nuestro vivir cotidiano...; claro, soy un cacharro viviente de este modo discutido, folclórico, recochero. Una prueba indiscutible era que esta tarde, con las sombras de la noche, no sólo había tomaba a costillas de mi mompita, sino que en este momento, canaleaba su paciencia, su fuerza, lidiándome la perra, llevándome en coche, ante los ojos también mirones y gotereros de algunos transeúntes.


Septiembre, 1980


martes, 3 de mayo de 2016




Fiebre




     Por aquellos días, salía a las doce del colegio, fatigado, hambreado,  y sin que me detuviera en ninguna vitrina o saludo, me enchuspada en mi casa. Tiraba lo útiles escolares a un rincón del cuarto. Almorzaba tortuga. Al lado del vaso de jugo colocaba mi Sanyo, los dedos operaban la aguja, visitando las emisoras locales, nacionales e internacionales, luego me coroteaba con aparato y llenura a hacer la siesta. Las frecuencias que captaba coincidían con mi afición musical: la balada. Era un furor entre chicos y grandes. Me comía las uñas aplicando los oídos a las pastas de Manolo Muñoz, Nicola Di Bari, Roberto Carlos, Milton Cesar, Cesar Costa, Rafael, Enrique Guzmán, Sandro, los Brincos..., y ahí mismo brincaba de la cama al escuchar la voz de mi madre: ¡A qué sabe el sancocho y la siesta con esa bulla! Me quedaba con los labios cosidos, y mermaba en lo mínimo el volumen de mi transistor.  Mi mamá hacia stop en la cantaleta, y con el pelo hecho jipi (En ese instante sonaba: Despeinada, ja, ja, despeinada ja, ja...), se encaminaba al cuarto donde estaban el par de cunitas. Oía a mi madre mimando las muñecas parecidas, blanquitas, monitas, ojitos vivitos, que pataleaban y sonreían. Luego yo fijaba cuidadoso la oreja al parlante pequeño para escuchar mejor las baladas. Parecía un nuevo botón en la fachada del artefacto. Y si el cantante fuera Sandro, y la tonada se llamara Por algún camino, pues con mayor razón me embobaba la letra. En alguna ocasión se la había dedicado a una sardina, estaba más tragado que medias de montañero, pero ella ni cinco de bolas a mis piropos... Pasados unos minutos de tener los ojos entrecerrados por la arrullo de la canción, me paraba de la cama. Caminaba al baño. Pegado a la taza ovalada, en voz baja, también tarareaba las notas musicales. Duraba un buen lote de tiempo hasta que el bufido de uno de mis hermanos me despabilaba, borrándome por un instante la tonada, y aligerando sin querer la cagada del sancocho.
     ¡Oiga se fue por la taza!
     ¡Ya voy, ya casi! ¡Aguantate!, exclamaba pujando, poniéndome morado.
     ¿Sí? ¡Cómo que ya voy! ¡Tal vez “ya voy Toño”!, ¡Y ojo con la hernia! ¡Toca ir a cagar al cafetal! !Qué bárbaro!, exclamaba mi hermano muerto de la risa.
     En ese espacio salpicado de olores, le di manija a mis primeros pinitos de fiebre de balada. Soñaba emular a cualquier intérprete y el porqué no superarlo. Elegí una canción de Sandro. En la cajita de Pandora había quedado esta hebra deleznable pero tangible, y tenía que alimentarla con manos férreas para llevarla a cabo. Lucha no me faltaría. Estos planes se interrumpían  mirando el reloj, y otra vez el morral de libros para el colegio.  De lunes a viernes la devoción era el estudio, los sábados y domingos combinaba la pelota, la recocha, el billar, las esquinas, boleando el llaverito, a lo cocacolo, las lecturas de los nadaísta y Andrés Caicedo. En noches de luna llena, púrpura, jugaba al escondite, ya no en forma individual sino en parejitas. Era una linda innovación  lúdica del inicio del idilio directo y el espantamiento decisivo del atortolamiento. En los recreos del colegio, ratos de  noches y fines de semana, gorgojaban los cantantes de moda. Canjeé el billar por este regodeo. El garitero hacía cara de sorpresa cuando no entraba al café, sabiendo que era mi tercera casa. Ahora me paraba en alguna de sus puertas. Ojeaba fugazmente su interior, buscando los mompitas de siempre, y tres marfiles redondos. Para derretir tanta preguntadera, pues los sacaba de un solo taquito diciéndoles que no volvería a tacar las bolas hasta que no tuviera los veintiuno. No quería más guandocas, multas ni alegatos en casa. Puras disculpas mías, pero convenían con ellas. Los fines de semana pasaba con algunos de mis mompitas en el ye-ye y go-go, acrecentábamos la música acompañada por unas que otras copitas de ron. Hubo amagues de formar grupitos de twist, rock y la balada. Todo quedaba en chicanerías de ambiciones y voces. Estos corrinchos eran las tertulias de cada ocho días. En este ocio conocí a Poncho. Mi mompita el Mocho Norbey, me lo presentó. Poncho no le hacía a los libros. Trabaja en su casa con su padre. En cotorreos vislumbraba una timorata afición por el canto, aunque hablaba con cierta pertenencia sobre las corrientes musicales actuales. En agualulos y repichingas que hacíamos los viernes, le daba el arrebato por solfear, más que todo por al ánimo valentón de los roncitos. Tenía voz. No lo hacía mal. De acuerdo a estos detalles,  pensé que podía ser el socio ideal para no dejar secar el aventón de ser estrella de la canción. Una noche, amorcillados en el café de don Ramón, le tiré la propuesta, diciéndole que tenía timbre para cantar. Se rascó la oreja. Luego dijo riéndose:
     Pues  cuando era pelao cantaba en todas partes, y la familia y amigos me aplaudían.
     ¿Y quién no ha hecho?, pregunté.
     Sí, todos. Eso forma parte de nuestras chiquilladas, respondió.
     Finalmente dijo que sí. Y de una vez lo bautizó el dúo Cadavérico de la Balada. No sé si lo dijo en serio, por fregar, por susto o el vaticinio de un desastre. Los dos pelamos los dientes a todo dar. Empezamos a diseñar los posibles ensayos. Este fue el punto de inicio. Nos inscribimos. Nos veíamos positivos ante la fanfarronada. En ese momento asomó las ñatas nuestro mompita, el Mocho Norbey. Le contamos nuestro plan.
     No puedo creerlo. Cuando uno no tiene nada que hacer se piensa en pendejadas, decía sarcástico, rascándose su par de güevas.
     Estuvo atacado por la risa. Nos alarmamos porque su cara media barrosa se fue poniendo color uva. Su carcajada fue la más larga en el ambiente pueblano. Para sofocarle su ataque le dije que si quería hacer trío.
     No faltaba más la desgracia que me pusiera a botar voz. No entono una nota musical ni por despechado que estuviera. Tengo otras cosas que hacer, dijo.
     Poncho le mencionó el nombre. Quedó bobo de la risa envuelta en hipo. Le dije que frenara la respiración, tapándose la nariz hasta donde aguantara; luego dijo que con él seríamos el trío Cadavérico de la Balada. Con la agonía del hipo, siguió riéndose hasta que le dolió el estómago. Por fin el Mocho Norbey se fue con sus bromas, deseándonos éxitos. Aguantamos un poco en el café sincronizando aspectos. Lo de nosotros era un deseo arrojado. Y estaba decidido.
     Entre los latosos suspiros de las tardes y los preludios fresquitos de la noche,  salía del colegio,  me venía en surco directo a la casa de Poncho. A veces no iba a comer. Tuve varios altercados con mi Vieja por esta metamorfosis musical. Me puso a elegir entre los libros y el canto. Le manifestaba  que el romperme el coco era una tonada o lo contrario.
     Pues sí, que bella perorata la tuya, me decía.
     Pero la ponía a pensar. Y antes que me respondiera con un rotundo no, le fortificaba obstinadamente mi cálculo, endulzándole sus oídos con el cuatro o cinco en provecho académico,  una devoción más cerca de Dios con una doble lectura del catecismo del “Cura Astete” y una inmejorable “Urbanidad de Carreño” en mi comportamiento, todo esto reflejado en la próxima entrega de calificaciones. Ella se quedaba tranquila aunque maliciosa. Luego me dirigía al cuarto, mecía el par de muñecas, les hacía ojitos donosos. Ellas hacían si no perfilarme gentilezas, tal vez apoyando mis tretas persuasivas. Resuelto estos impases, me entregaba a mis tanteos musicales.
     El caserón de Poncho era rupestre, hecho de bahareque, ladrillo, amplio y feo. Elegimos el décimo cuarto (él decía que cuando no tenía nada que hacer pues se ponía a visitar cuarto por cuarto para entretenerse) por lo póstumo, ancho y solitario, la acústica barata pero tolerable para nosotros. Nos metíamos de llenos en los ensayos. Sucedieron cosas curiosas: colgábamos del techo un tarro, sostenido por un hilo largo de nailon, era el asombroso micrófono. Colocábamos un asiento al frente, mientras uno entonaba las notas, el otro hacía las veces de receptor, revisor, corrector, y aplaudíamos cómicos. Trocábamos puesto. Cándido remedio para doblegar la avidez en caso que el terreno se hinchara de esa masa de muchachada de cabellos largos e ideas locas, llamado auditorio. Esta ayuda era a medias, ya que habíamos conformado un dúo, pero a la hora del té valía. Alentaba nuestros arrojos. A ratos nos divorciábamos, pero los desvelos seguían. Los dientes gastaban las uñas. Embolatábamos a ratos el compás de la cita musical con nuestros mompitas. La secuencia era copiada. La broma cantaba como instrumento. Fiebre de balada la cuestión. Se berreaba. Hasta los tombos llegaban de sorpresa  a detener el bochinche de voces y guitarras desafinadas, tal vez nos denunciaban algunos vecinos  molestos. Una monería de la musa de Euterpe movía el esqueleto por esos linderos. En la casa de Poncho la familia le daba lo mismo que cantara o no. En la mía regía un clima irrigado de chingotes educativos. Mi madre me ayudaba. Conocía mis temores y fibras nerviosas. Me embebía fórmulas, criterios o consejos para enfrentar con toda entereza el alud que se avecinaba. Mis hermanos me jorobaban con sus bromas. Menos mal no estaba solo. Palmoteos consanguíneos, amigables,  otros invisibles, repicaban en mis oídos. Si el fracaso llegara sería culpa de obstáculos insólitos, tal vez orquestados por seres impalpables, poderosos, retozones, que posiblemente no podía  atajar. Pero cuando algo se mete entre ceja y ceja hay que llevarlo hasta su conclusión. Crear hernias positivas para que todo salga bien, pensaba dándome golpecitos en el pecho de ánimo, de confianza y no de penitencia. Los domingos nos sentábamos  en la fuente de soda de la esquina, y al sabor de unas cuantas cervezas, le requeríamos al discómano que hiciera rodar la pasta Por algún camino. Esta petición la hacíamos varias veces. Su letra, sus tonos, la íbamos memorizando aún más. Después cada uno a su rancho. Me metía al baño a seguir tarareando la pieza musical en baja frecuencia. Por lo regular, uno de mis hermano, no el mismo, me estropeaba la lírica, tocándome reiteradamente la puerta y voceando bellaco!:
     Acaso la canción está hecha de mierda! !Mira que hay una cola para el legítimo bollo!
     No le prestaba un comino de interés. Con estos preámbulos el ritmo de ensayos se triplicaba afinando voces, gestos, botando temores. Estamos que nos cantamos, pero me daba cierta vaina en el tragadero y rasquiña en el ombligo. No es carraspera ni lombrices, me decía Poncho en cierto tono burlesco. No vayas a creer que a mí también. En esos estamos de acuerdo, pero no pensemos más en  eso.  Vamos para delante porque para atrás uno ve “el Putas en Calzoncillos”.
     En posibles titubeos acordamos cerrar las bocas, no los ojos. Por lo regular, nos parábamos al frente del teatro “la Lámpara Maravillosa”, nos parecía imposible que mañana estuviéramos allí metidos. Nuestras manos lijaban sus paredes, había semejanza con las paredes del éxito o lamentaciones. Esta tarde no hicimos nada. Nos relajamos con otros mompitas yendo a chapucear al río  Palomino. Lo nuestro ya estaba liquidado. Lo extra correría a cargo de nuestros ingenios y espantar los miedos. De vuelta entramos a la iglesia. Estuvimos una hora ensimismados, rogando al Señor de los Milagros, aunque por allí no estaba su yeso, nos diera corazón, bríos, y la letra no se borrara de la materia gris. Salimos  en paz. Nos sentamos  un rato en un banco del parque. Allí se formó un corrillo de bromas y humos de cigarrillos. Más tarde nos pillamos con el Mocho Norbey, aunque tratamos de esquivarlo pero nos pilló de frente. Con su joda a flor de labios, la anchura de su boca que se alargaba del occidente de una oreja al oriente de la otra, nos dijo:
     Espero que pasado mañana les lleve rosas, claveles, no lirios ni gladiolos.
     Se fue cagado de la risa. No era raro en él. Nos despedimos chicaneros pero con nubecitas tensionadas. Quedé de ir  por Poncho mañana a las dos de tarde.
     ¡No me falles ni por el verraco!, le repite varias veces.
     En mi casa reinaba interés. Mi madre me recomendó acostarme con las gallinas. Los lloriqueos sin ganas de las mellizas fueron sedantes. Soñé corriendo detrás de notas musicales que tenían formas de alas de mariposas, pero apenas sentían mi hostigamiento, se santiguaban, huían espantadas. Desperté no muy tranquilo. El sol hacía rato entraba y salía travieso por mi ventana. Bueno, por lo menos hace bonito día. Esto puede ser un buen presagio. Me llamó la atención el sueño. Lo dejé archivado. No quiero atormentarme el día ni el de mi socio. Desayuné ligero. No me acordé de la canción. El resto de la mañana estuve quieto, sentado en la silla mecedora, riéndome, sobándole el hocico a Negro. Almorcé una tacita de caldo. Hice siesta. Al desprenderme de mi familia, casi me arrugan de tantos besos y abrazos. Mejor que un aerolito, llegué a casa de Poncho. La mamá me dijo que había salido a un mandado. Me dejó razón que si se demoraba, pues caía allá en el teatro. Me dio mala espina. Sería que antes de tiempo se habría cagao en los pantalones.  Claro, uno no sabe nada Los nervios están al acecho. Pero bueno, creo en Poncho,  lo esperaré en el teatro. Circulé moroso por los andenes. Compré una cajita de chicles, me fumé un cigarrillo fino. Entré al café de don Ramón, tomé café clarito. Luego si discurrí al teatro que estaba al frente. Me sentí mejor cuando vi la figura de Poncho a una cuadra del teatro.
     Ajá, no, más perdido que hijo de Lindbergh, dije.
     Sonrió.
     Nos llamó la atención la cola que había.
     ¡Qué barbaridad!, pensé que esto estaría solo, como un perro callejero, como barca sin barquero, solo con mi voluntad..., como dice la canción,  pero mira la filota que hay, dijo Poncho.
     Esto es fiebre de balada, mompita. Y pilas, ¿no? dije.
     Con los  inicios de la velada nos resbalamos  por un ladito de la fila, hasta encontrar la puerta de entrada. Le quise contar el sueño, pero Poncho interrumpió diciendo, nada de sueños. El sueño está a unos pasos. Pegó una carcajada con cierta vaina. Un ensordecedor murmullo nos dio la bienvenida. El escenario y el baño eran los dos únicos espacios iluminados por faroles entre rojizos y amarillentos. Hablábamos en voz alta. El ruido no dejaba oír. Nuestro arranque estaba aturdido. No sabíamos que atajo coger. La amplia sala estaba dividida en dos segmentos. Cada uno formado por hileras de sillas. Dos pasillos angostos al lado de las paredes, más el amplio y real que era el de la mitad. Exploramos sitios donde sentarnos. No hallamos butacas en donde pudiéramos sentarnos juntos. Cierto desafino empezó a espolvorearse en ese instante. Nos acomodamos como pudimos en los costados, distanciados el uno del otro. No nos comunicábamos ni por telepatía. Ese fue el alejamiento. De pronto el murmullo cesó. La señora elegantísima, promotora del espectáculo y presentadora, inició la ceremonia. Presentó el jurado y el combo musical. A partir de allí comenzaron a salir los distintos participantes. Las voces sonaron envueltas en utensilios melódicos, pitos, aplausos. Los grupos, dúos y solistas regresaban por los pasillos de los costados. Ojeaba las huellas de mi socio, me restregaba los ojos, pero nada. Debe estar en la misma actitud  mía, pensaba como consuelo. Esta secuencia era una auténtica prueba de fuego. El evento siguió su derrotero. Antes de nuestra citación, reparé nuevamente el sitio de mi socio, y nada. Agaché mi torso, empecé a hacer nudos con los dedos. Mi corazón se aceleró cuando escuché el llamado. Sonaron sirenas de ambulancias, de guerra, silbidos galácticos. Me levanté como pude, luego me abrí paso en medio de un bosque de piernas que parecía que me ponían zancadillas. Llegué al pasaje tambaleándome. Caminé lento. La distancia al proscenio era corta, pero me pareció larga. Guardé tozudo la ilusión que mi mompita surgiera por el otro pasillo, pero se lo había tragado la tierra. No había otra alternativa. Tendría que oponer la responsabilidad. Menos mal que la menuda claridad y mayúscula gritería envolvía mi aspecto sórdido, los crepúsculos hechizos emanados de la capota de luces del escenario, tampoco lo revelaban. Al subir los estribos de la tarima, un vientecillo condolido devolvió parte de mi coraje nublado. Me paré al frente del micrófono. Me sentí el cantante más huérfano. Miles de ojos me achicaban. Algunos gritaron:
     ! Viva, Ñato!
     Esto me dio más culillo. La animadora me inculcó ánimo colocando su mano en mi hombro. Me preguntó por mi compañero. Recurrí a la primera excusa que apareció en mi materia gris. Ella tomó el micrófono e hizo la aclaración pertinente. Abucheos y pitidos. Usted debe salir adelante,  suerte, me dijo. Apreté con tenaz el micrófono. Antes de iniciar la canción, alcancé a vislumbrar a mi socio. Su silueta estaba fruncida, recostada en el umbral del baño, iluminada sus bordes por hilillos de luces amarillentas. Bonita hora de aparecer. Él era ya historia. El embrollo era el mío. Mis fugaces pensamientos fueron borrados por el tocar de los instrumentos. Cosa especial, mis manos aflojaron suavemente el micrófono. Canté dócil, humilde, pero seguro. La letra estuvo clavada en mi materia gris. El silencio del auditorio revoltoso fue mi cómplice. Coroné la balada. Vítores y silbidos. La maestra de ceremonia me dio un abrazo. Me susurró cerca del oído: Bien sardino, te faltó un poco de volumen, pero en términos generales la sacaste, y te espero para la próxima eliminación, ojalá venga tu otro socio. Ése quien sabe si sale a la puerta de su casa por un tiempo. Tendré que animarlo, arrastrándolo con una grúa, dije con leve risa. Después sentí un retozo zalamero. Pero la emoción, a veces, tiene picaduras de contrastes, chistes o extrañezas. Antes de deslizarme por los escalones y tomar un pasaje de los costados, inexplicablemente el tapete que cubría ese pedazo de atrio se había parado. La mano de un duende psíquico, sin oficio, había creado un estorbo. Cuando traté de esquivarlo, fue tarde. Mi zapato trompillo, mi cuerpo cayó abajito donde estaba. No oí aplausos sino voces histéricas. Ninguna sombra me arrimó la mano. El porrazo no fue estrepitoso porque alcancé a poner las manos en el piso,  formanndo la figura de un bebé, empezando a gatear. Lo peor, tomé el pasillo central. En esa posición caminé más o menos un metro, enfocado nítidamente por la luz circular que se desparramaba quien sabe desde que recoveco de la pared. Pelé los dientes. Excelente visaje que tapaba la cara de angustia. El auditorio quedó lelo. Luego la luz me abandonó, y me abrigó la penumbra. La algarabía volvió a tomar vuelo. Me puse de pies sin pesadez y tranquilidad. Caminé sin complejos. Una ondulación femenina salida de una de las sillas, exclamó:
     ¡Qué cantante más soda! ¡Me das un autógrafo!
     ¡Qué loca!
     Era la voz de Martina, la más recochera de tercero de bachillerato. Debe tener dos lentes extraños, pensé. Sin contratiempos llegué a la puerta de salida. Los cabellos solares agónicos y las manos de mi socio, salieron al encuentro de mis ojos encandilados.
     ¡Ñato, lo tuyo es de película!!Qué improvisación! exclamó Poncho.
     Película, fue la tuya, mompita, le dije con cierto tonito virulento.
     Lo siento. No pude controlarme. Me dio un mareo tenaz, dolor de cabeza, raquitismo, artritis en los remos, ganas de mear, de cagar. Es decir, se juntaron todas las plagas no contabilizados en  Egipto.  El pasillo de entrada estaba tan taqueado de cuerpos pálidos, que me tocó que refugiarme en el baño. No era el único, dijo Poncho.
     Bueno, te doy la razón. Hoy te tocó, mañana tal vez a mí. En muchos casos es peliagudo controlar los nervios, pero lástima que hayas vuelto mierda tantos días de entreno y expectativas. En cuanto a la improvisación tocaba. Menos mal eché mano a esta partecita dilucida antes que hubiera sido molido por el tantos ojos. En trance como éstos, sacar recursos, aunque  amedrantados, son los que valen.
     Sinceramente te aplaudo, dijo Poncho.
     Cuando nos despegamos del sitio, las colillas del bullicio salían encajonados por la puerta. Caminamos volátiles por el centro de la carrera.
     Hola, Ñato, ahora sí podemos respirar mejor. Y vos, no importa que nazcas ñato con tal que respires bien, dijo todo gracioso Poncho.
     No olvides que se canta por las ñatas y por la boca, dije.
     ¡Eso sí!, confirmó Poncho.
     Sonreímos los dos al mismo tiempo. La jovialidad de gestos y palabras, impregnó nuestras caras. Proseguimos nuestros pasos. Los aparcamos en un banco del parque.
     Oiga, Poncho, te metes otra vez a la nota, pueda que el aventón salga mejor, pero antes hay que amarrar esos duendes que están al acecho, dije.
     No. Con lo que pasó es suficiente. Este oficio no es para el primero que se apunte. Prefiero encender la radio y oír a Sandro o berrear sus canciones en el baño. Quedo curado. Esto te lo dejo a ti, que a pesar de todo, pues te fue bien, fue la primera vez, seguro que la segunda te sale de película, respondió Poncho.
     De acuerdo. Y a propósito del Mocho Norbey, menos mal que no se asomó. De la que nos salvamos, ¿no?
     Ni hables en voz alta, porque de pronto aparece por ahí, dije ojeando a todas partes como campanero. Pero no nos escaparemos después de su bronca, ni de los demás, ni del colegio, dijo Poncho. Toca aguantar.
     Fresco, mompita, de eso me encargo echando chistes y bromas. En eso sí soy un perito. Y así no los quitamos de encima, vale.
     Vale,  dijo finalmente Poncho.
     Nos estrechamos las manos. Poncho se fue pensando en su desacople musical, y yo programando la nueva oportunidad que me dio el jurado para seguirle dando manija a mi perspectiva de fiebre de balada.




miércoles, 27 de abril de 2016

Jugueteos en agua dulce

 

 

Jugueteos en aguas dulces


    



















     Recuerdo que nos bañábamos felices. Parecíamos crías de nutrias haciendo infinidades de acrobacias.    

     Nosotros, la muchachada del pueblito de ese entonces, aprendimos las primeras brazadas acuáticas en “el Charco de la Viuda”.
      Con el venir de los días, el charco se fue poniendo flacucho, y sus aguas limpias (no cristalinas), se fueron mudando en lodo o barro; pero así, nunca nos dio una fiebre o dolores en las articulaciones. El volcán del “Totumo” se quedó corto y bobo; además teníamos la ojeada diagonal del yeso de la Virgen, que no nos desamparaba ni un segundo.
    Cuando salíamos del charco, parecíamos figuras de barro labradas por manos precolombinas.
     Nos coroteamos, por decisión unánime, al tanque-piscina de “Kingo Chiquito” (“Pingo Chiquito”). El gorro favorito aquí era pasarnos el recipiente (en todo su largor rectangular o cuadrado, no preciso) debajo del agua. Eran hazañas que nosotros mismos aplaudíamos. Si en “el Charco de la Viuda”, en sus comienzos, inventamos el nado del ladrillo, pues aquí, dejamos firmado el estilo submarino, pero en la superficie. Bueno, al menos habíamos progresado en algo nuestro estilo marino. El único inconveniente que teníamos era que había que pagar para poder nadar. Fuera como fuera,  conseguíamos las monedas. Resalto que nos prestaban las pantalonetas, cuando por salir a carrera loca, se nos olvidaba echar las nuestras en los  líchigos amarillentos.
      Después, buscamos otras alternativas. Tiramos pasos largos al río Barragán, a los “Kingos” y “Palomino”. Sitios un poco  lejanos pero cercanos para el cuerpo y el alma. Ya no fuimos  sólo nosotros  sino todos los moradores de mi pueblo. Fue una devoción recreativa de las familias para el descanso, para embolatar los días festivos, para respirar aire puro y para exhibir cuerpos esbeltos y panzas obesas pobres y ricas a los rayos amarillentos y escarlatas del “Mono Jaramillo”. 
      Eso fue hace cuarenta y pico de años.
      Cuando hice maletas del pueblito para la ciudad de Cali, “El Charco de la Viuda” era ya una añoranza. “Pingo Chiquito”, todavía existía, y espero que los otros espacios de paseos también nombrados, aunque  la naturaleza se vuelve cambiante pero por culpa de la mano humana.
      Fue una época obsesiva (no enfermiza), por el agua. Todavía nos fascina el agua, no tanto fría sino calientita. Debe ser por los años. 
     Amábamos el agua, y esto nos hace pensar en defender humildemente la teoría evolutiva, que toda materia viviente, probablemente se originó en el agua.







  

domingo, 3 de abril de 2016






Las noches de Moscú


     En la universidad, y posteriormente en mi oficio de docente, leí sin sosiego la Rusia, no sólo la de ayer sino la de hoy, y la conocí  tanto como a mi Colombia, y me enamoré  de ella: su grandiosa evolución histórica: sus guerras,  su gobierno y política; lo geográfico: las llanuras de Siberia donde logró sobrevivir este extraordinario actante llamado Raskolnikovi; sus cadenas montañosas del Cáucaso, los montes Urales, bañada por dos océanos, el Pacifico y Ártico y  en su interior por  los poéticos mares del Báltico, el Negro y el Caspio, y su cultura en general, forma parte de las bibliotecas universales:  su música ( preciso, y no sé en qué época, tal vez la del Ye Ye y Go  Go, en las pistas hogareñas, hice pasitos con mis mompitas del baile Casatchok) y ballet, donde los distintos grupos étnicos rusos tienen sus tradiciones características en música folclórica, y también es admirable la fusión de la música folclórica con la milicia como si fuera un requisito indispensable para ejercerla; su literatura, donde en mis humildes rinconeras reposan obras, quizás pirateadas, de Dostoyevski, Gorki, Chéjov, Tolstoi, Gógol, Pasternak, Turguénev, Solzhnitsyn, Navókov  y Shólojv, y que algunas de ellas no he leído y quizá jamás lo haré, y que me aferro con alivio extraño a las palabras de algún poeta: “ Los libros no se han hecho para servir de adorno: sin embargo, nada hay que embellezca tanto como ellos en el interior del hogar ˮ
     Hasta aquí el viaje me ha costado sumamente barato, sin comprar boleto de ida y  de regreso, y ha sido a través de los libros, videos, películas y tertulias con mis amigos en la biblioteca UNIVALLE  o reunidos en la grama decorada por flores del “Jardín de Freud” o también en el café de los turcos, por la sexta, en la ciudad Cali, y me consideré un turista afortunado por mi concentración y paciencia, pero pensé que algo me faltaba, y como preámbulo, una mañana junto a varios grupos del colegio donde ejercía mi tarea como docente, realizamos una breve excursión pedagógica al terruño de Efraín y María, y allí, encaramado en la piedra del amor, no juré un amor eterno sino que prometí desmedidamente algún día tener la oportunidad de visitar a Moscú. Para esta empresa loca pero alentadora, cambié drásticamente mi itinerario de trabajo. Antes, sólo  ejercía una jornada académica, ahora tenía tres. Escasamente respiraba. Menos mal me hice buen amigo de dos coordinadores de las jornadas de mañana,  tarde, y así también poder solucionar la jornada  nocturna, me arreglaron los horarios académicos dejándome tres  horitas libres para poder viajar y almorzar, y algunos minutos para la comida. Un efecto simpático de este revolcón de tiempo y espacio, fue que una noche (siempre llegaba a casa del barrio de Santa Elena o Las Acacias, tipo 12 de la noche, y a veces cogiéndole algunos minutos a la madrugada) me convertí en un completo advenedizo en mi propia puerta familiar: La toqué tres veces, suavemente, mientras agobiaba mis espaldas el peso del morral la preparación epistemológico de las clases esparcidas durante 15 horas. Esperé tres minutos. Volví y toqué. Nada. Ningún ser consanguíneo, ni siquiera sonámbulo,  atendía mi llamado. Toqué por tercer vez, y esperé  con mucha paciencia, pero con mucha paciencia (era una de mis cualidades), y por fin a través del vidrio de la ventana vi la figura de mi hermano (fue una breve secuencia que me confortó) que me miró con los ojos casi semicerrados como si fuera un bicho medio anómalo (por supuesto que anteriormente había escrito la palabra advenedizo), y como si no hubiera descifrado mi figura repletamente conocida, se perdió de nuevo en su aposento. Conservé mi equilibrio. Pensé que el sueño de mi hermano lo dominaba en sus cuatro costados o era embriagantemente placentero que no lo dejaba ni siquiera asomarse  a un tris de su secuencia diurna. Mis manos, repetidamente, volvieron al toque toque, y esta vez apareció su esposa, y como si hubieran llegado a un pacto inconsciente, hizo el mismo papel de mi hermano. De todas formas conservé intacto mi buen estado de ánimo, y si se  hubiera salido de su cauce normal, tal vez hubiera tocado la puerta no con mis manos sino a patadas, pero bueno, esto era simplemente un pensamiento hipotético sumamente lejano. Nunca había estado en mi agenda esa clase de comportamiento anticonvencional.  Antes de volver al ejercicio de mi mano, desparramé mis ojos en las casas penumbrosas que adornaban la calle que se abrazaba  la carrera en la esquina de la tienda de mi amigo, “el Pastuso”, y en ninguna de ellas vi un indigente mirando infatigablemente sus adoquinados, esperando encontrar alguna cosa de valor o un borracho dándose tumbos en sus postes en cuyas cabezas exhibían faroles tristes, habitantes tan característicos a esas de horas de más allá de la media noche, y sobre todo un viernes cultural, y que yo mismo me había perdido por mi robotizada labor. Me sentí un espectro solitario, y esto lo digo porque él no es amigo de convivir en gallada, es existencialista en una dimensión desconocida… Toqué con el mismo sonido y ritmo de moderación. Y esperé. Mi hermano surgió de nuevo y abrió tenuemente la cortina de la ventana y miró. No sé si sus ojos se posaron en mí o en el vidrio o en otro punto de la noche. La cortina volvió a cubrir ese pedazo de espacio abierto. Esperé un poquitín tenso. Después de cinco minutos eternos, la puerta se abrió. Al entrar no vi a mi hermano. Vaina que me sorprendió porque yo al cruzar la puerta alcanzaría a ver en cuerpo y alma  sus jarretes meterse a su cuarto. No pillé ni siquiera una leve huella de ellos. Al otro día nos levantamos tarde. Y todo normal en la sala, en el comedor, en la charla cotidiana. Lo de la noche anterior pareció que nunca hubiera sucedido. Por supuesto, tampoco hice una pizca de referencia a esa secuencia nocturnal.
     A veces las cosas trataban de perder su rumbo, pero yo las endereza buscando atajos. Pensé en dos de ellos, un poco locos pero pueden ser razonables. El primero fue visitar al señor Belisario Caicedo, que tenía un importante agencia de viajes, además era de mi pueblito, y por este motivo guardaba la esperanza que él se acordara de mi familia e incluso habíamos ido a la escuela juntos allá en la vereda de San Gerardo Alto, además su finca y la de su hermano Gonzalo Marín lindaban con la nuestra. Le podría mencionar que me fiara el pasaje y yo se lo pagaría en cómodas cuotas mensuales. Con todos estos detalles, no sería exagerado decir que éramos hermanos de crianza por la cercanía de aspectos materiales y espirituales, y mi petición podría tener ecos positivos. El segundo, y el  que más me erizaba  los vellos y poros, era colarme en un avión, asumiendo el papel de “polizonte”, pero sin un final funesto. Estas dos ideas fueron meras fantasías en mi materia gris. Eran viables pero nunca las llevé a cabo.
     Con el trajinar de los años seguí fortaleciendo mi utopía, hundiéndome aún más en la lectura epistemológica del folclor ruso. Los fines de semana desparramado en mi cama o ratitos de esparcimiento (menos cuando tiraba las argollas en el juego de sapo de la esquina) que le robaba a mi oficio de docente, escuchaba con suprema inspiración melodías como Dos Guitarra, Ojos Negros (“las tristezas de las estepas rusas”), Kalinka, y especialmente esa canción de las Tardes de Moscú o las Noches de Moscú, que me regresaban  a  recuerdos hermosos con las compañeras de universidad en unas ocasiones y en otras con las chicas de amores de esos años maravillosos, paseando por el puente Ortiz, la avenida Sexta, y en otros sitios que poetizó  Andrés Caicedo en sus bellos relatos...
     Ni el esfuerzos de tantos años de oficio, ni las cesantías que me dieron que fueron tan pobres porque siempre trabajé en el sector privado, fueron ingredientes para materializar mi objetivo viajero, y sé que las promesas son para cumplirlas, y si no se llevan a cabo existen distintos conceptos sobre ellas: “las promesas significan todo, pero cuando no se cumplen, las disculpas no significan nada”, “debería ser un delito hacer promesan que no se puedan cumplir”, “lo importante no es lo que se prometa sino lo que se cumple”… No voy a entrar a polemizar pero lo mío si fue una verdadera promesa porque la hizo mi corazón, y quizá no la logré como quería, pero hasta aquí, en mi estado de madurez otoñal, sé que la he cumplido, porque mi alma ha viajado hasta ese lugar a través de una bella canción titulada Los Atardeceres  de Moscú o Las Noches de Moscú, y canto su última estrofita: Prométeme mi amor, que cuando llegue el alba/ y la oscuridad se convierta en luz/ me querrás todos los años/ recordando estas bellas noches de Moscú.
     Y estos crepúsculos de atardeceres que abrazan las noches moscovitas, son tan míos como las noches de mi pueblo o las noches caleñas que tanto viví… 






miércoles, 30 de marzo de 2016



El presente escrito fue seleccionado en el segundo concurso de microrrelatos “Microterrores”, España, 2015:

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LA CORREA


    

     La correa ha sostenido la vanidad del ser humano, exhibiéndola a través de  todos los escenarios terrenales, y pensar que este aparejo desde su origen, amenazó y azotó al mundo,  ultrajando no sólo la dignidad humana sino animal, y que hoy en día, en un momento de arrebato, se escapa de sus ojales para maltratar un niño.


Costaín Costanero
(Seudónimo)


domingo, 27 de marzo de 2016

Pinitos sobre la instrucción sexual en los niños

Al lector Este es un espacio donde fluyen con entera libertad abstracciones semántica.










                                     Pinitos sobre la instrucción sexual en la niñez





      Adormilando  con nostalgia la negativa a la propuesta positiva de la ministra de educación por parte de la Corte, que se dejó tentar por los terrenos medievales, y la sensación de triunfo del concepto de monje inquisidor (sabemos de memoria su oposición radical a todos estos temas sexuales…) del procurador de no ampliar la instrucción de la Educación Sexual al preescolar y primaria; pero no hay que alarmarse por esta decisión porque la instrucción sexual de los niños en la infancia  es una obligación semántica e inherente por partes de los padres, y en la escuela se hará en otros espacios, pero no se renunciará a ella. Y pertinente a la labor de los padres,  se  puede verificar con la siguiente pregunta, que alguien podría hacer:
     « ¿Quién debe orientar acerca del sexo, los maestros o los padres?»
     «Los padres, naturalmente».
     Es tajante esta  respuesta, pero surge un problema  para que se cumpla este logro, y es  el hogar colombiano. Esto se puede explicar por la diversidad de costumbres, de extracto social, de cultura, de folclor, de regiones, y por lo tanto se alimentan  muchos criterios  sobre el sexo, todavía encajonado en una modelo  tradicional. Se puede tomar un paradigma sencillo:
     Niños a quienes sus padres los tildaron que se volverían locos si se masturbaban, y ellos hacían esfuerzos heroicos por volverse locos
    Aquí, en este pasaje, los padres no sólo castigan verbalmente sino físicamente con mayor rigor porque es una falta contra la moral del sexo. Y el niño aprende en esta edad precoz de su vida que el pecado sexual es el gran pecado, pero a pesar de este ambiente violento, y a partir de allí es el tabú el que fija su interés que buscara otras alternativas curiosas para conocer aún más sus inquietudes sobre el sexo…
     En cambio, en otro escenario familiar, el  niño de cinco o seis años hace preguntas a su padre sobre el sexo y estos responden con la verdad y sin retraimientos, y así la ilustración sexual se convertirá en una parte importante de la chiquillada natural. Si hay que anotar, que “la única dificultad de darle al niño libre todos los conocimientos el sexo que él pide, está en saber cómo hacer claras las cosas”. Hay cosas que no están en la mano del niño, pero no hay que usar la vía del disimulo o tomar la callejuela, hay que decirle sin emociones que la respuesta es muy compleja para que pueda entenderla a su edad. Con el avanzar de los días, él decodificará sus interrogantes con sus padres, y en otros espacios de su crecimiento epistemológico.
     Y en el pasaje sobre  la masturbación, si el niño es un masturbador, la curación, en cierta forma, consiste en decirle sí a  aquella costumbre, porque entonces el niño no tiene ningún impulso morboso en practicarla, además son los primeros pinitos para una relación sexual en el noviazgo o matrimonio cuyos preámbulos son  las caricias... Sería excelente compartir o fortalecer esta temática con otras alternativas pedagógicas. Que tal ponerles un CD o video denominado Pateando Tachos, donde el cantante autor Facundo Cabral, hace disertaciones jocosa pero muy significativa sobre este tema y el sexo en general. He aquí un pintica: “La masturbación es  barata, pues no hay que pagar taxi, motel, no hay que comprar condón y menos pagarle a la acompáñate, y algo importante, estamos libres de enfermedades venéreas...”  Otra ayuda didáctica sería leer un cuentico memorable del escritor cubano Guillermo Cabrera infante, titulado  Amor Propio… que está incluido en su libro La Habana  para un infante.
     Quiero agregar otro paradigma como la lectura de libros obscenos, a los chicos “hay que facilitarles todos los libros pornográficos, no escondérselos, echarlos a la cesta o quemarlos, entonces la niña o el niño vivirá plenamente su interés, pues buscan la verdad sobre el sexo que usted nunca les dijo; los dibujos obscenos hay que estimularlos, desde luego; pero hay que limpiar su casa porque cualquier obscenidad en el hogar tiene que proceder de usted. La obscenidad no es natural en un niño de cinco o seis años…” Y en esta misma línea se deben tratar los demás ingredientes sobre el sexo, y así  se obtendrá una orientación exitosa…
     Las prohibiciones, los miedos, el castigo que han formado la vida sexual en los niños por parte de padres represivos, y que aún sobreviven en menor proporción, son las mismas prohibiciones y miedos que producen depravados que violan  y estrangulan niñas y niños en los parques, en los matorrales y en los rincones del  mismo seno familiar. Tristemente no podemos echar al costal del olvido tipos como  “el monstruo de los Mangones”  o un caso  recién,  “el monstruo  de Monserrate”; de ahí que la instrucción sexual no debe quedarse solamente en los padres, sin quitarles que son el núcleo para dicha instrucción, y en caso de su ignorancia o arraigados en los parámetros de una  instrucción tradicional sexual, y como imposición a sus hijos en pleno siglo veintiuno, se deben incluir en programas especiales como Escuelas Para Padres, y que esta figura no sea meramente un  relleno en el estamento educativo; además en estas secuencias pedagógicas o microcentros o macrocentros (mejor) porque son cosas que se deben   dialogar con profundización, tienen que  estar presentes los niños, y sus diálogos deben  transcurrir  abiertamente, respetuosos de las ideas y opiniones, y que se promueva tanto el conocimiento intelectual y la transmisión de la información científica, es decir, la instrucción sexual debe ser integral, pues padres y escuela son actantes que van unidos de la mano, y así el niño y la niña, educados en este contexto de conocimiento y libertad, serán seres morales y felices en el devenir de sus existencias.

Jesagur